Esa incomodidad que no sabes cómo nombrar
- Gustavo Picolla
- 16 jun
- 4 Min. de lectura

Hay una idea que vengo rumiando hace tiempo, quizás porque la veo aparecer una y otra vez en mis sesiones, en las conversaciones que tengo con líderes, emprendedores, equipos, incluso en mis propias experiencias: el arte de sostener la incomodidad.
Sí, el arte. Porque no es una técnica ni una fórmula mágica. No es algo que uno simplemente incorpora con una lectura o una charla inspiradora. Es algo que se entrena. Y sobre todo, se elige.
Vivimos en un mundo que romantiza el cambio, lo celebra en frases bonitas que circulan por redes como si fueran caramelos: “salí de tu zona de confort”, “los cambios traen oportunidades”, “evolucionar duele, pero vale la pena”. Me habrás escuchado a mí decir la frase de Marshall Goldsmith: “no hay cambio en la zona de confort, no hay confort en la zona de cambio”. El problema es que no hablamos casi nunca de la parte incómoda, de la zona de cambio. La parte que no se postea. Esa en la que no sabés para dónde ir, te duele el estómago, se te nubla la cabeza, te peleás con el espejo o te dan ganas de dejar todo.
Esa parte es la que muchas veces determina si alguien cambia de verdad o si repite un patrón con otro nombre.
Porque el cambio es fácil de decir, incluso de planificar. Lo difícil es sostener lo que pasa entre el viejo yo que ya no te representa y el nuevo yo que todavía no aparece. Ese espacio en el medio, eso que los antiguos llamaban “el desierto”, o los estoicos, “la prueba”, es donde la mayoría abandona.
Y lo entiendo. ¿Quién quiere quedarse ahí? ¿Quién quiere habitar el no saber, la duda, la frustración, la tensión emocional o incluso el miedo? Lo natural es buscar salidas. Volver a lo que ya conocés, distraerte, tapar con tareas, justificarse, o llenar la agenda de cosas que te hagan sentir que tenés el control. Lo hacemos todos, en mayor o menor medida.
Pero hay algo que descubrí (y que sigo redescubriendo): nada realmente profundo cambia sin incomodidad. El cuerpo lo sabe. Se tensa, se inquieta, se agita. Las emociones también lo saben. Aparece la ansiedad, la bronca, el cansancio, las ganas de escapar. Y la mente ni hablar: empieza a cuestionarte, a sabotearte, a decirte que para qué, que así estabas bien, que es tarde, que es mucho, que ya fue.
Y ahí es donde aparece la posibilidad. No la certeza. La posibilidad.
La posibilidad de quedarte un rato más. De no salir corriendo. De no llenar el silencio. De no cederle todo el poder a esa parte tuya que sólo quiere estar cómodo, seguro y quieto. No para castigarte. No para sufrir. Sino para transformarte.
Porque lo que no te animás a mirar, lo que evitas, eso que sentís cuando “no sabés qué te pasa”, ahí hay algo valioso. Algo que, si lo sostenés sin necesidad de resolverlo ya, empieza a mostrarte cosas. De vos, de tus miedos, de tus deseos, de tus límites, de tus mandatos. Empieza a aflojar lo que creías que era inamovible.
No te estoy diciendo que te quedes a vivir en la incomodidad. Nadie puede habitar el desierto para siempre. Pero sí creo que si no pasás por ahí, no hay transformación real. Sólo hay maquillaje. Nuevos hábitos que duran poco. Nuevos vínculos que repiten lo mismo. Nuevos trabajos que tarde o temprano te devuelven al mismo lugar emocional.
Y esto no es algo que pase solo en lo personal. En las organizaciones también lo veo. Equipos que dicen que quieren cambiar pero no se bancan la tensión de pensar distinto. Empresas que dicen que quieren innovar pero no se animan a errar. Líderes que dicen que quieren escuchar pero se incomodan cuando no tienen la última palabra. Y claro, cambiar sin que nada incomode no existe.
Entonces, ¿qué hacemos con esto?
Yo creo que lo primero es dejar de exigirnos que el proceso sea cómodo o lineal. A veces nos enojamos con nosotros mismos porque no podemos sostener el cambio como lo habíamos planeado. Como si el desarrollo personal fuese una lista de tareas. Como si el crecimiento fuese un gráfico ascendente. Spoiler: no lo es.
Lo segundo es normalizar la incomodidad. No como algo deseable, pero sí como algo inevitable. No estás roto porque te sentís perdido. No estás mal porque tenés dudas. No sos débil porque necesitás parar, llorar o decir “no sé”. Sos humano. Y eso está bien.
Y lo tercero, quizás lo más importante: rodearte bien. Buscar conversaciones donde puedas mostrar lo que te pasa sin miedo a ser juzgado. Encontrar espacios donde lo incómodo tenga lugar. Donde puedas decir “esto no me cierra” o “esto me duele” o “esto me cuesta” sin que te quieran corregir de inmediato. Porque a veces no necesitás soluciones, sino alguien que te escuche mientras ordenas el caos.
Hace poco le decía a alguien que me preguntaba cómo saber si estaba en el camino correcto: “Si estás incómodo pero más despierto, más honesto con vos, más conectado con lo que te importa, entonces vas bien”. La incomodidad muchas veces no es una señal de que estás mal, sino de que estás saliendo de donde no querés quedarte más.
Y eso, en estos tiempos, ya es un montón.
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