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Imposible de enseñar

Algunas cosas se pueden aprender. Otras, simplemente, se despiertan.

Durante años he facilitado procesos de liderazgo. He compartido herramientas, modelos, marcos conceptuales. He acompañado a personas en su camino de crecimiento. He visto cómo alguien aparentemente “rígido” conectaba por primera vez con su equipo. He sido testigo de transformaciones reales, profundas. De líderes que comenzaron actuando desde el deber, y terminaron liderando desde el corazón.

Pero también —y no sin cierta tristeza— he visto lo contrario. He acompañado a personas que buscaban parecer líderes, pero que nunca lograron serlo. Que aprendieron el discurso, pero no lo encarnaron. Que aplicaban técnicas, pero no se conectaban con quienes tenían delante. Algo faltaba. Algo esencial. Algo imposible de enseñar.

Hay un núcleo en el liderazgo que no se transmite en cursos ni se desarrolla en entrenamientos. No está en los manuales, ni en las certificaciones. No puede imponerse ni fingirse. Solo puede vivirse. Y ese núcleo es el amor.

No el amor romántico, ni el paternalista. Hablo del amor como ágape. Ese que describían los griegos como buena voluntad, como compromiso genuino con el otro. Un amor que elige el bienestar del otro, que se entrega sin esperar nada a cambio. Que se expresa en la decisión diaria de cuidar, respetar, valorar, reconocer.

El liderazgo verdadero se construye desde ese lugar. Desde el deseo sincero de que las personas crezcan, se desarrollen y se sientan valiosas. Desde la convicción de que liderar no es tener poder, sino asumir la responsabilidad de cuidar.

Ese amor no se enseña. No se puede imponer. Solo puede nacer desde un lugar profundo del ser.

Podemos enseñar a dar feedback, a delegar, a estructurar reuniones. Podemos enseñar a inspirar con discursos o a gestionar con eficiencia. Pero no se puede enseñar a amar a los liderados. A verlos como personas. A elegir su dignidad por encima de la propia comodidad. A ponerse al servicio de su crecimiento. A sentir orgullo por su progreso como si fuera propio. No podemos enseñar a amar a quienes lideramos. Eso solo puede elegirse.

Muchos líderes preguntan: “¿Cómo logro que me respeten?”, “¿Cómo consigo compromiso del equipo?”, “¿Cómo desarrollo confianza?”. Y detrás de esas preguntas suele haber una inquietud legítima, pero también una trampa: la idea de que existe una receta para generar vínculos humanos profundos. No la hay.

Un líder que no ama, es un jefe y solo puede generar obediencia, resultados, incluso disciplina. Pero jamás inspirará confianza. Jamás despertará compromiso genuino. Nunca dejará una huella profunda.

La confianza, el compromiso y el respeto no se “logran” como un resultado. Son consecuencias de una manera de ser, no de una técnica. Surgen cuando las personas sienten que son importantes. Cuando notan que no están siendo usadas como medios, sino valoradas como fines.

Los liderazgos más memorables no se recuerdan por lo que supieron, sino por cómo hicieron sentir a quienes los siguieron. Por cómo los miraron. Por cómo creyeron en ellos, incluso cuando ellos mismos dudaban.

Por eso, el liderazgo más poderoso no es el que se impone, sino el que se ofrece. No es el que manda, sino el que acompaña. No es el que exige, sino el que se compromete.

Ese tipo de liderazgo, que transforma personas, culturas y empresas, nace del amor. Y el amor, como el liderazgo auténtico, no se puede enseñar. Solo se puede elegir.

 
 
 

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