Cuando el mundo se cae
- Gustavo Picolla

- 19 jul
- 2 Min. de lectura

Tarde o temprano, todos atravesamos tormentas.
Una enfermedad inesperada, la pérdida de un trabajo, una traición, un incendio literal o simbólico que arrasa con lo que creíamos seguro.
No importa cuán preparado estés, cuán buena persona seas, o cuánto planees tu vida: llegará un momento en el que todo lo que parecía firme se tambalee.
Y entonces aparece el estrés extremo. Ese que aprieta el pecho, que no te deja dormir, que nubla la mente y sacude las emociones.
Es ahí donde comienza el verdadero viaje.
No el viaje planificado, el del calendario o el de los objetivos de fin de año. Me refiero a ese otro viaje, el que no elegiste. El que llega sin aviso, el que te enfrenta con lo que más temías. El que te obliga a cambiar… o a quebrarte.
Cuando todo se cae, lo fácil es quedarse paralizado, enojado, víctima de la circunstancia. Lo difícil es seguir.
Y sin embargo, lo único que nos salva es eso: seguir andando, incluso en medio del infierno.
No para negar el dolor, no para hacer de cuenta que no pasó nada. Sino porque quedarse ahí es morir un poco cada día.
Cuando seguimos —aun con miedo, aun sin entender del todo por qué— empezamos a descubrir cosas que de otro modo nunca habríamos visto.
La primera es nuestra propia fuerza.
La que no se muestra cuando todo va bien, sino cuando todo va mal y, aun así, no nos rendimos. Esa fuerza aparece solo en el borde. En el abismo.
La segunda es quiénes están de verdad.
Porque en la tormenta los vínculos se revelan. Se despejan los saludos cordiales y quedan los gestos reales. Y ahí descubrimos a quién llamar “amigo”.
Y la tercera es la más silenciosa: desarrollamos músculo emocional.
Una especie de inmunidad para lo que venga. No porque nada vuelva a doler, sino porque ya sabemos que podemos atravesarlo. Que no somos frágiles, que nos rompimos… y nos reconstruimos.
No es justo, no debería haber pasado. Pero pasó.
Y si pasó, más vale que lo usemos para crecer, en lugar de permitir que nos consuma.
A veces ese incendio que destruye lo que tenías es también el que despeja el terreno para construir lo que necesitas.
Lo sé, en el momento no se siente así. Se siente como pérdida, como vacío, como desgarro. Pero con el tiempo, si elegimos avanzar, ese mismo dolor puede volverse maestro.
Y no, no se trata de romantizar la tragedia. Se trata de elegir qué hacemos con ella.
Porque la vida no siempre pregunta si estamos listos. Pero siempre nos da la posibilidad de responder con coraje.
Y cuando lo hacemos, volvemos a recordar quién somos.
No hay crecimiento profundo sin sacudones, no hay sabiduría sin crisis. Nadie desarrolla temple en terreno fácil.
Es en los momentos más oscuros donde puede nacer nuestra versión más luminosa. Si elegimos no quedarnos atrapados en la queja. Si transformamos el “¿por qué me pasa esto?” en un “¿para qué me está pasando?”. Si dejamos de luchar contra la realidad… y empezamos a aprender de ella.
El viaje del héroe no es épico por sus hazañas externas, sino por la transformación interna que genera.
Y ese viaje empieza el día en que decidimos no rendirnos, a pesar del dolor.




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