Dejar de justificar lo injustificable
- Gustavo Picolla

- 7 jul
- 3 Min. de lectura

En muchas organizaciones el mal trato se ha vuelto costumbre. Está en los tonos con los que se piden las cosas, en las respuestas cortantes, en las miradas que juzgan, en los silencios que castigan. A veces aparece como gritos o faltas de respeto explícitas, pero muchas otras se disfrazan de ironía, indiferencia o comentarios hirientes que se camuflan como bromas.
Cuando se normaliza, se vuelve invisible. Se instala como una forma de ser. “Así se trabaja acá”, dicen algunos. “Siempre fue así”, repiten otros. Y así, lo que debería ser inaceptable se transforma en costumbre.
Pero el mal trato no es una forma de trabajar. Es una forma de dañar.
Las personas no rinden mejor cuando se las presiona con violencia, ni aprenden más cuando se las humilla. Lo que hacen es protegerse, cerrarse, sobrevivir. Y cuando la cultura de una organización obliga a las personas a sobrevivir, nadie puede desplegar su mejor versión.
Además, el mal trato genera un nivel de estrés sostenido que no solo afecta el ánimo o la motivación. Termina afectando el cuerpo. Y eso, con el tiempo, se transforma en enfermedad, ansiedad, insomnio, dolores crónicos, malestar digestivo, presión alta. No es exagerado decir que una cultura irrespetuosa termina enfermando a las personas.
El respeto no debería ser una aspiración. Debería ser un mínimo.
Y sin embargo, en muchas empresas sigue siendo negociable. Depende del humor del jefe, del cansancio acumulado, de cómo viene el día. El trato digno se vuelve una excepción cuando debería ser una regla. Y esa falta de coherencia deja heridas. No siempre se ven, pero se sienten. Las personas se van, o peor, se quedan pero desconectadas, apagadas, resignadas.
A veces se justifica el maltrato diciendo que hay que “cumplir”, que los resultados son lo importante. Como si respetar y cumplir fueran cosas incompatibles. Pero no lo son. Se puede exigir sin humillar. Se puede pedir resultados sin agredir. Cumplir no tiene nada que ver con maltratar. Lo que sí tiene que ver es el modo, el cómo. Porque el cómo siempre deja marca.
Lo más doloroso es que en muchos casos no hay mala intención, hay hábitos. Maneras aprendidas. Formas de vincularse que nadie cuestionó. Por eso, si queremos transformar el modo en que nos tratamos en las organizaciones, no alcanza con buenos deseos. Hace falta un acuerdo consciente. Un compromiso colectivo.
Ahí es donde los valores y comportamientos consensuados se vuelven una herramienta poderosa.
Nombrar los valores no es suficiente. Hay que bajarlos a tierra. Traducirlos en acciones observables. Acordar, por ejemplo, que respetarse implica no interrumpirse en las reuniones, responder los mensajes con amabilidad, dar feedback sin agredir, levantar la voz solo para hacerse escuchar, no para imponerse.
Esos acuerdos no solo organizan el funcionamiento del equipo. Le dan forma a la cultura. Y cuando todos los miembros participan de su construcción, se sienten parte. Se sienten responsables. Se animan a recordar lo acordado cuando alguien se desvía. Porque ya no se trata de una norma impuesta, sino de una decisión compartida.
Resolver el mal trato no requiere un manual de convivencia. Requiere valentía para mirar de frente lo que ya no funciona. Humildad para reconocer que no siempre fuimos respetuosos. Y compromiso para construir, entre todos, una forma distinta de relacionarnos.
La cultura se transforma cuando lo que antes se toleraba se vuelve inaceptable. Cuando lo que antes callábamos se vuelve visible. Cuando lo que antes se hacía sin pensar se empieza a hacer con conciencia.
Y todo eso empieza por una decisión: la de dejar de justificar lo injustificable.




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