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El primer paso no se ve, se siente


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Muchos líderes buscan afuera lo que en realidad nace adentro. Invierten tiempo en perfeccionar estrategias, mejorar herramientas o adquirir nuevas habilidades. Y todo eso importa, claro. Pero a veces, en medio de esa carrera, se olvidan del primer paso: liderarse a sí mismos. Sin esa base, todo lo demás se vuelve frágil, como construir sobre arena.

Liderarse no es un acto único ni un logro que se marca en una lista. Es un camino. Un camino que empieza cuando nos animamos a mirarnos con honestidad, a reconocer nuestras luces y nuestras sombras, nuestras fortalezas y también nuestros miedos. Es elegir conscientemente cómo queremos vivir y actuar, en lugar de dejarnos arrastrar por los automatismos que tantas veces nos gobiernan.

He visto líderes con talentos enormes y equipos admirables tropezar, no por falta de conocimiento, sino porque no se animaron a hacer ese viaje hacia adentro. Cuando no nos   lideramos, terminamos actuando desde nuestras inseguridades. Intentamos controlar lo que está afuera para no enfrentar lo que ocurre adentro. Y aunque a veces parezca que funciona, tarde o temprano, se nota.

Todo liderazgo personal comienza con el propósito. No con frases grandilocuentes, sino con esa razón profunda que da sentido a cada decisión y que ilumina incluso cuando todo alrededor es incierto. Cuando un líder está conectado con su “para qué”, transmite claridad sin necesidad de discursos. Sus acciones tienen dirección. Su presencia ordena.

Pero entre el propósito y la acción aparecen las creencias que nos limitan. Esas voces internas que nos susurran que no podemos, que no estamos listos, que es mejor no arriesgar. A veces son tan antiguas que ni siquiera las reconocemos como nuestras; simplemente las seguimos. Si no las traemos a la luz, gobiernan en silencio.

Viktor Frankl decía que al ser humano se le puede arrebatar todo, excepto una cosa: la libertad de elegir su actitud ante cualquier circunstancia. Esa actitud nace de la mirada que tenemos sobre nosotros mismos y sobre la vida. Por eso, liderarse también es desafiar la forma en que interpretamos la realidad. No es negar las limitaciones, sino reconocerlas y no permitir que definan nuestro camino.

La actitud es, al final, el puente entre lo que sentimos, pensamos y hacemos. Y no es neutra: se contagia. Un líder que se para desde la confianza y la responsabilidad genera entornos donde otros florecen. Uno que se instala en la queja o el miedo transmite esa energía al resto, aunque no lo diga en voz alta. Liderarse es, también, cuidar la atmósfera que llevamos a cada encuentro.

Este camino interior no es un acto de ego. Al contrario, es un acto profundo de humildad. Implica aceptar que, antes de inspirar a otros, necesito conocerme, ordenarme, crecer. Que el liderazgo más transformador no se impone: se irradia desde la coherencia entre lo que se dice y lo que se vive. Un líder conectado consigo mismo no necesita forzar: su sola presencia inspira.

En tiempos de velocidad, incertidumbre y exigencia constante, esta mirada cobra aún más fuerza. Las herramientas cambian, las metodologías se actualizan, los contextos se transforman… pero el punto de partida es siempre el mismo. Todo liderazgo genuino nace adentro. Cuando un líder está en paz con su propósito, cuando revisa sus creencias y cuida su actitud, no solo mejora su forma de liderar: transforma la experiencia de quienes lo rodean.

El liderazgo personal no es una meta lejana. Es una práctica diaria. Es volver a mirarse, reconectarse, ajustar, crecer, caer y levantarse. Es elegir, una y otra vez, desde dónde queremos liderar.

La pregunta clave no es “cómo logro que mi equipo funcione mejor”. La pregunta profunda es “cómo estoy siendo yo”. ¿Desde dónde lidero? ¿Qué parte de mí llevo a cada decisión? Porque cuando el interior está en orden, lo de afuera empieza a alinearse. Y cuando no lo está, tarde o temprano, se nota.

Todo empieza por ahí. Por uno mismo. Lo demás, si el trabajo interior está hecho, llega como consecuencia.

 

 
 
 

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