Lo que se construye desde lo real, se sostiene
- Gustavo Picolla
- 27 may
- 4 Min. de lectura

Hay momentos en la vida en los que uno se detiene, casi sin querer, a preguntarse si está viviendo como realmente es. A veces ocurre después de una conversación incómoda, una decisión que dejó un sabor amargo, o simplemente una tarde cualquiera, cuando el silencio se instala. ¿Estoy siendo yo? ¿O estoy actuando para encajar, para evitar el conflicto, para no incomodar? La autenticidad, ese concepto tan usado y a la vez tan poco entendido, se vuelve entonces urgente.
Unos días atrás mientras disfrutaba con mi señora de unos días de descanso sucedió lo siguiente. Estábamos en una piscina y ella se puso a conversar con tres personas cuyas edades, mas o menos, eran la mitad de la suya. Comenzó hablando mi señora y al rato la conversación se hizo más profunda y amena. Estimo que habrán estado hablando mas de una hora y media. No es la primera vez que pasa. Así que me puse a analizar cuáles podrían ser los motivos que hacen que mi señora logre ese tipo de conexiones con personas que recién conoce. La conclusión es que ella se muestra tal como es, auténtica y eso genera conexión con los demás.
Ser auténtico es un compromiso profundo con uno mismo. Es vivir de un modo que tenga sentido, que se sienta propio, incluso si eso significa salirse del libreto que otros esperan. Y aunque a veces se lo confunde con egoísmo, lo cierto es que la autenticidad no aleja: conecta. Porque cuando uno se muestra como es, sin disfraces ni máscaras, permite que los demás hagan lo mismo y así se genera un tipo de vínculo más honesto, más humano. Porque ya no se trata de impresionar o agradar, sino de encontrarse desde lo real.
No siempre es fácil. Desde chicos aprendemos a adaptarnos, a hacer lo que se espera, a encajar en moldes. Y esa habilidad, que a veces nos salva, también puede hacernos perder de vista quiénes somos. La presión social, la necesidad de agradar, el miedo al rechazo... todo eso pesa. Así, sin darnos cuenta, empezamos a construir una versión de nosotros mismos más digerible, más segura, pero menos real. Es como estar siempre en un escenario, actuando un papel. Y aunque la actuación sea impecable, llega un punto en que el cuerpo y la mente dicen basta.
Ese cansancio tiene un nombre, es la fatiga de no ser uno mismo. La tensión constante de sostener una identidad prestada, y lo más duro es que, desde afuera, todo puede parecer bien. Un buen trabajo, una relación estable, rutinas funcionales. Pero adentro, algo no encaja. Hay una especie de eco, una voz baja que repite: esto no sos vos.
Esto tiene un costo alto. Uno empieza a desconectarse de sí mismo, de los demás, de la vida. Las relaciones se vuelven superficiales, las decisiones se sienten forzadas, y el tiempo pasa con una sensación de estar sobreviviendo, no viviendo.
Martin Seligman, uno de los psicólogos más importantes del siglo XXI y referente clave de la psicología positiva, propone una idea que cambia el eje. En lugar de centrarnos en lo que nos falta, en corregir lo que está mal, invita a mirar nuestras fortalezas. A reconocer qué es lo que hacemos bien, lo que nos sale natural, lo que nos enciende. Y a vivir desde ahí. Para él, la felicidad verdadera –la que dura, la que no depende de un golpe de suerte o un momento fugaz– se encuentra cuando usamos nuestras fortalezas al servicio de algo más grande que nosotros.
Seligman habla de la autenticidad como un camino hacia esa vida plena. No se trata de una autenticidad bruta o impulsiva, sino de una alineación entre lo que uno es, lo que hace y lo que valora. Cuando actuamos desde nuestras virtudes –ya sea la curiosidad, la perseverancia, la honestidad, la empatía– no solo nos sentimos mejor con nosotros mismos, sino que conectamos con un sentido más profundo. Vivimos con propósito.
Vivir con autenticidad implica tomar decisiones que a veces duelen. Decir no, poner límites, alejarse de ciertos entornos, decepcionar a quienes esperan otra cosa. Pero hay una paz muy particular que llega cuando uno empieza a vivir en sintonía con lo que es. Una calma que no viene de que todo esté bien, sino de saber que, al menos, se está siendo honesto.
Esa coherencia interna, ese “soy quien soy y vivo como tal”, es una fuente poderosa de bienestar. No es euforia. Es algo más sereno, más estable. Es poder mirarse al espejo y sentirse en casa. Aunque afuera haya ruido, aunque el camino sea incierto.
En el trabajo, en la pareja, en la amistad, en la familia, la autenticidad transforma. Nos libera de tener que sostener versiones editadas y nos permite estar presentes de verdad. No hay rol que lo valga. No hay éxito que compense una vida vivida desde el miedo a decepcionar.
Ser auténtico es un equilibrio entre ser fiel a uno mismo y ser parte de un mundo compartido. Es sinceridad con respeto. Firmeza con empatía.
Lo interesante es que, cuando uno empieza a vivir así, no solo se siente mejor: también empieza a tomar mejores decisiones. Porque ya no elige desde el deber, el miedo o la costumbre, sino desde lo que tiene sentido. Y cuando las decisiones tienen sentido, la vida también lo tiene.
Seligman insiste en que no nacemos para ser perfectos, sino para desarrollarnos. Y en ese desarrollo, nuestras fortalezas no son solo recursos: son pistas. Nos muestran por dónde va nuestro camino. No son decorativas. Son herramientas para construir una vida que se parezca a nosotros.
La autenticidad también juega un papel crucial en el liderazgo. Los líderes auténticos inspiran confianza y respeto, ya que sus acciones y palabras reflejan una coherencia con sus valores y principios. Este tipo de liderazgo promueve una cultura organizacional positiva y puede motivar a los empleados a actuar de manera similar, creando un entorno de trabajo más armonioso y efectivo.
Al final, vivir auténticamente es volver a casa. Es sacarse los trajes que ya no van, desarmar guiones viejos, y empezar a escribir desde otro lugar. Un lugar más verdadero. Y desde ahí, todo –aunque no sea perfecto– tiene otro color. Porque lo que se construye desde lo real, se sostiene. Y lo que no, se nota.
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